sábado, 14 de noviembre de 2015

! MISTERIO PASCUAL.! Parte 2

2. MISTERIO PASCUAL Y EFUSIÓN DEL ESPÍRITU 
Durante su existencia terrena Jesús estuvo presente entre los hombres; pero, como un pequeño grano solitario, permaneció extraño a todos ellos, incluso a su propio ambiente, llevando como nosotros una existencia en la carne, cerrada por completo en sí misma en la autonomía de su debilidad. En el misterio de la pascua él murió a la carne y a sus limitaciones y vive en el Espíritu, que es fuerza divina, apertura infinita y efusión total. El grano se convirtió en espiga granada que se dobla por el peso de su fecundidad. De esta nueva existencia es principio el Espíritu, que lo resucitó de entre los muertos y que había sido el signo de su santidad filial y de su misión: "Sobre el que veas descender y posarse el Espíritu, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo. Y yo lo vi y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios" (Jn 1,33). Y es ese mismo Espíritu el que Jesús da a los apóstoles el día de su resurrección: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20.22), uniendo a ese don la comunicación de su santidad y la transmisión de su misión y de su poder. Para los apóstoles, como para Jesús, el principio vital no es ya la psiché en su debilidad, sino el pneuma en su poder. Al comienzo de la existencia carnal está el soplo vital que transforma al primer Adán en un ser viviente (Gen 2,7); al comienzo de la nueva existencia hay una nueva acción del Espíritu, que transforma el cuerpo de Cristo resucitado en verdadero espíritu vivificante (1 Cor 15,45). Se contraponen dos humanidades: la de nuestra vida terrena y la de la resurrección gloriosa. La primera se relaciona con la creación de Adán, la segunda con la acción del Espíritu sobre el segundo Adán, convertido en principio y prototipo de la nueva estirpe; humana; en un ser celestial, que vive de la vida del Espíritu.
El Espíritu que se adueña de Cristo, resucitado por nosotros, por nuestra justificación, produce también en el cristiano una nueva existencia, ya que todos los que se encuentran en Jesús han resucitado en él. También al cristiano se le ha destinado el Espíritu de la resurrección, que actúa al mismo tiempo en Cristo y en nosotros. Desde ahora: el Espíritu nos transforma y desde ahora es en nosotros santidad, poder y gloria al mismo tiempo, como el día de la resurrección. El nos hace libres de toda esclavitud, incluida la de cualquier tipo de ley moral que no sea la de la nueva vida, y nos capacita para acciones y manifestaciones carismáticas que desafían las leyes naturales y de la misma razón; (1 Cor 14). Los que son movidos por el Espíritu ya no están realmente bajo la Ley (Gál 5,18), pues el Espíritu es el principio de la moral de los últimos tiempos, regida por el misterio pascual, es decir, por una ley de sacrificio durante toda la vida. Esta nueva ley regula la actividad moral, de acuerdo con el paso verificado en el fiel del dominio de la carne al del espíritu (Rom 8,2-5; Col 3,1).
La vida cristiana se presenta como una muerte y una novedad; es renuncia a los vicios que caracterizan al hombre carnal, el libertinaje, la idolatría, el odio; y es entregarse a la justicia, a la bondad, a la pureza (Gál 5,19-23). "Los que son de Cristo crucificaron la carne con las pasiones y concupiscencias. Si vivimos en espíritu, en espíritu también caminemos" (Gál 5,24-25). El ideal moral al que tienden los fieles no es el de la sabiduría o el de la mística griega, que encuentra su última perfección en la gnosis divina, ni consiste en la práctica heroica de las virtudes humanas; aunque poseyera toda la gnosis y todas las virtudes heroicas, el fiel no sería todavía nada (1 Cor 13,1-3). El ideal tampoco consiste ya en la justicia conferida por la ley. El ideal es Cristo muerto y resucitado, fundamento de la única justicia, la de la justificación de la vida (Rom 5,18), y la participación del Espíritu de amor que anima a Cristo. Por otra parte, la cruz proclama que no es el hombre el que construye la caridad, con sus decisiones y con sus planes, sino que es la caridad de Cristo la que construye al hombre nuevo.
3. MISTERIO PASCUAL Y VIDA SACRAMENTAL 
Toda la vida sacramental del cristiano es un recuerdo del misterio pascual, ya que, según el Vat. II, casi todos los acontecimientos de la vida de los fíeles bien dispuestos son santificados por medio de la gracia divina que fluye del misterio pascual, de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, de donde obtienen su eficacia todos los sacramentos y sacramentales (SC 71). La relación de los sacramentos con el misterio pascual y con el sacrificio se deduce también de las enseñanzas del concilio, cuando invita a conferir la confirmación en el curso de la misa (SC 71), cuando dispone que el matrimonio se celebre habitualmente dentro de la misa (SC 78) y alaba la práctica de emitir también durante la misa la profesión religiosa (SC 80).
La Iglesia, identificada con Cristo, encuentra la salvación en la resurrección, porque es incorporada al Salvador no en un instante cualquiera de su existencia, en Belén, en Nazaret, por los caminos de Palestina, ni tampoco en una existencia celestial posterior al acto redentor, sino porque se le une en el acto mismo de la redención; es el cuerpo de Cristo en un instante concreto y ya eterno, en el instante en que se cumple la redención, en el instante de la muerte en la cruz, en que Cristo es glorificado por el Padre.
El que vive en Cristo lleva una existencia pascual, recorre el camino hacia el Padre que Jesús abrió en la cruz, en su carne (Heb 10,20). El comienzo de este camino de salvación, de este vado ad Patrem cristiano, es el bautismo. El bautismo introduce en el misterio de la redención al fiel, que permanece en él de modo estable y no cesa de celebrar su unión con Cristo en la muerte y en la glorificación hasta el día en que se complete cuando se duerma con Cristo en la muerte (2 Tim 2,11) y resucite con él en el día final (Rom 6,8). Según el rito antiguo del bautismo, sumergirse en el agua era morir y ser sepultado con Cristo, morir al hombre viejo, a los vicios y a las concupiscencias. Salir del agua era resucitar con Cristo. Por eso san Pablo escribe a los fieles de Roma que "fuimos sepultados juntamente con él por el bautismo en la muerte, para que como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida" (Rom 6,4; cf Ef 2,8; Col 3,1; 2 Tim 2,11). San Cirilo de Jerusalén escribía a sus fieles: "Cuando os sumergisteis en el agua estabais en la noche y no visteis nada, mientras que al salir del agua os encontrasteis como en plena luz. En el mismo acto moríais y nacíais: este agua saludable era para vosotros al mismo tiempo sepultura y madre" (PG 33, 1080c). La vida del cristiano es un desarrollo del bautismo y del sacerdocio universal recibido en él. Los bautizados tienen que "anunciar el poder de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz" (cf 1 Pe 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (He 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (Rom 12,1), y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (1 Pe 3,15)" (LG 10).
Este nuevo principio de vida redimida está, sin embargo, encerrado en una naturaleza dañada por el pecado y sometida a la incoherencia y a la debilidad de la carne. Por eso se nos ha asegurado un alimento, que es el cuerpo de Cristo en su acto redentor: "Tomad y comed; éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros". También la eucaristía es un sacramento que nos hace entrar en contacto con la muerte y la resurrección, en cuanto que une al fiel con la muerte de Cristo, asociándolo a su resurrección. Las palabras de la institución la enlazan con la cruz; el rito de la fracción del pan la acerca a la resurrección. La fracción del pan prolonga en la intimidad del banquete de los discípulos la experiencia de la presencia de Cristo glorificado, mientras que la cena y su conmemoración se presentan ante todo como el banquete sacrificial de la cruz. San Ignacio define la eucaristía como "la carne... que sufrió por nuestros pecados y que el Padre ha resucitado por su bondad" (Ad Smyrn, 7,1). Los elementos mismos de la eucaristía significan en cierto modo la simultaneidad y la implicación recíproca de la muerte y de la resurrección. El cuerpo y la sangre, en las palabras de Jesús: "Esto es mi cuerpo..., ésta es mi sangre", en cuanto símbolo de unos elementos separados, son un signo de la inmolación y, por tanto, de la muerte. Pero son al mismo tiempo una comida y una bebida, es decir, un principio de vida. Antes incluso de ser memoria del sacrificio y de la muerte, son en sí mismos un alimento, un medio de crecimiento y, en consecuencia, un signo de la vida y de la continuación de esa vida. La eucaristía es un banquete sacrificial. Los alimentos que esta comida sacrificial produce sobre todo en la Iglesia son diversos. En primer lugar, cimenta la unidad de la Iglesia, la comunidad mesiánica de la nueva alianza (Lc 22,20; 1 Cor 11,25), ya que todo banquete sacrificial establece unos vínculos indisolubles entre los comensales, lo mismo que la cena del cordero señalaba en otros tiempos la unidad del pueblo de Dios (Ex 12,43-48). Los fieles que comen el único pan, que es el cuerpo de Cristo, forman un solo cuerpo, es decir, el cuerpo de Cristo. Además, este banquete introduce la plenitud del sacrificio de Cristo en el cuerpo terreno, la Iglesia, que ofrece tantos sacrificios en su historia cotidiana de lucha y de sufrimiento para hacer que triunfe la verdad y el amor. Finalmente, la comida sacrificial eucarística, en cuanto festín final de los tiempos, produce la parusía, es decir, realiza la presencia de Cristo que juzga a los hombres y purifica de todas las escorias del mal los elementos de verdad y de gracia presentes en el mundo (AG 9). Puede afirmarse que la eucaristía une a los creyentes con los dos extremos de la historia: con la pascua, que inaugura la redención, y con la parusla, que le da cumplimiento. La Iglesia no se siente escindida en dos por esta orientación hacia los dos puntos extremos de su historia, ya que en el origen de su existencia y de su fuerza tiene un único acontecimiento, que recuerda una pasión y garantiza una glorificación futura. "Comeréis el cordero todo entero, había recomendado Moisés, `desde la cabeza hasta las patas' (Ex 12,9); es decir, comulgaréis con Cristo en su misterio total, con el Cristo de los dos extremos del tiempo" [In Pascha 2; PG 59, 7281.
Naturalmente, la eucaristía no es tan sólo un gesto ritual, un canto, un signo, en una palabra, un culto exterior, sino una participación de Cristo en su muerte al mundo y en su vida de gloria. Jesús no ofreció un sacrificio exterior a él mismo, sino que con su propia sangre entró de una vez para siempre en el santo de los santos (Heb 9 12) y, expirando en la cruz, derribó el templo del culto terreno. Del mismo modo, también el sacerdote deja de ejercer el sacerdocio cristiano si se limita a ofrecer un sacrificio exterior a su persona, una hostia que esté sólo en sus manos. El cristiano no celebrará auténticamente la eucaristía sin una comunión con el cuerpo y un compromiso personal en el misterio redentor de Cristo. El que no se asocia personalmente al acto redentor no pasa de ser un ministro del signo, de lo que en el culto cristiano es imperfecto y terreno; es semejante al sacerdote del Antiguo Testamento, que ofrecía una víctima exterior. Así pues, la celebración eucarística no puede separarse de la vida y va más allá del tiempo del culto sacramental. San Pablo no sólo afirma que "muere con" y "resucita con" Cristo en el sacramento, sino en toda su vida: "Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en ml" (Gál 2,19-20). Por eso la Iglesia celebra el sacrificio de Cristo también fuera de la acción litúrgica; lo celebra en sus fieles, que mueren a sí mismos, por obediencia, con Cristo en la cruz; en los que luchan por un amor celestial, que se elevan de este mundo hacia la pureza y la pobreza del corazón con Cristo, que está junto al Padre; en todos sus fieles que trabajan y sufren por la salvación de los demás.
Lo mismo que la eucaristía, también la penitencia, segundo bautismo, es una participación en la muerte y en la resurrección de Cristo. Para que quede borrado su pecado, el hombre tiene queparticipar de la inmolación de Cristo; es menester que tome parte en su misma muerte, que haga descender sobre él "la preciosa sangre de Cristo, el Cordero sin tacha ni defecto" (1 Pe 1,19). Elreconocimiento de la propia miseria pecadora, la contrición, la confesión, la penitencia son los actos que sumergen al cristiano en Cristo redentor. En la medida en que el cristiano penitente participa de la muerte de Cristo, participa también de su resurrección, al quedar transfigurado, renovado en susfuerzas, lanzado de nuevo al cumplimiento de su misión en la Iglesia y en el mundo. 
4. MISTERIO PASCUAL Y CRECIMIENTO ESPIRITUAL 
La madurez cristiana consiste en la consecución del estado de hombre perfecto (Ef 4,13), en el revestimiento del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y en la santidad verdadera (Ef 4,24), en respuesta total a Cristo, don personal de Dios a la humanidad. Todo el que sigue a Cristo, hombre perfecto, en el misterio redentor de muerte y resurrección, "se hace también él más hombre" (GS 41,1), ya que se hace más semejante a Jesús y se acerca a él no sólo en lo que tiene de divino, sino también en lo que tiene de humano. Pues bien, Jesús alcanzó la perfección de su humanidad en la "donación" suprema de la cruz, pues lo que nos hace hombre o mujer es precisamente el amor, el dar. El hombre, que es en la tierra la única criatura a la que Dios ha querido en sí misma, no puede reencontrarse plenamente más que a través de su autodonación desinteresada (GS 24, 3). El que dice amor, en el sentido auténtico de la palabra, dice cruz; y el que dice cruz -sino se trata de una cruz cualquiera, sino de la cruz del Señor- dice necesariamente amor: la cruz es verdaderamente la epifanía del amor. Después de la pasión de Cristo, el camino del dolor se presenta inseparable del camino del amor, o sea, de la capacidad de sacrificarse por los demás, con la convicción cristiana de que todo amor humano que no es don de sí y no va seguido al menos implícitamente del signo y de la sangre de la cruz, no es más que una caricatura del amor. El cristiano muere con Jesús en la cruz cuando reconoce la debilidad radical de su naturaleza, marcada por la triste realidad del pecado, y su pobreza humana hasta la raíz del ser. Ponerse bajo el signo de la cruz quiere decir seguir un ritmo de crecimiento, que a menudo va marcado, en contraposición con los valores mundanos del poder y de la gloria, por la percepción intuitiva de que la lucha, el esfuerzo, el control, el empeño y hasta la frustración son necesarios para un desarrollo armónico de la propia personalidad. El primer Adán se perdió al querer elevarse por encima de su propia naturaleza. Al contrario, Cristo adquirió la salvación aceptando su propia debilidad de hombre hasta la suprema impotencia de la muerte.
Está claro que la cruz no deberá ser nunca un sacrificio inútil del entendimiento humano o del hombre en general. por una falaz absolutización del dolor debida a la malicia humana o por la atribución indebida al cristianismo de un alma o de un espíritu de renuncia. En efecto, la cruz no fue una necesidad impuesta desde fuera por una divinidad deseosa de compensar su propio honor ofendido; históricamente es también el resultado de la lucha de Jesús contra los opresores. Si es verdad que el humanismo de la cruz es la cruz de los humanismos, también es verdad que todo dolor humano que sea vivido en el "dolor de Dios" no permanece estéril o encerrado egoístamente en la pasión masoquista de sí mismo, sino que desencadena una fuerza de liberación para el hombre mismo y contiene la garantía divina de una promoción verdaderamente integral del hombre. Los grandes testigos de la fe cristiana, los santos, que se conformaron en su experiencia espiritual con Cristo doliente, no permanecieron pasivos ante el cambio del destino del hombre, sino que personificaron valores nuevos y originales y sembraron gérmenes fecundos de una nueva vitalidad. Baste pensar en el mensaje revolucionario de un san Francisco de Asís, de un san Ignacio de Loyola, de un san Juan de la Cruz, y en todo ese florecer de hombres y de instituciones en la época moderna que se glorían de servir a Cristo en los pobres y en los pequeños. Junto a los místicos que se sienten "víctima por los pecados" (santa Gema Galgani) o que se quieren "sumergir en la sangre de Cristo" (santa Catalina de Siena), tenemos otros místicos que no se contentan con ser víctimas de reparación, sino que se entregan sin reserva a los pobres y a las muchachas abandonadas (santa Bartolomea Capitanio), santos fundadores que a los votos tradicionales añaden el de ser "víctimas", pero cambiándolo en "forma personal de puro amor" (padre Juan León Dehon);.
Sólo una fe que ha madurado en la experiencia de la cruz será capaz de arrojar un rayo de luz sobre el misterio del sufrimiento humano en todas sus formas, y de modo particular el de los inocentes; sobre el misterio del mal moral o del pecado con que el hombre se opone libremente a Dios en nuestro mundo secularizado, que ha perdido el sentido de la trascendencia y que por medio de una crítica corrosiva y despiadada pulveriza todas las concepciones morales y religiosas.
Naturalmente, la cruz es un camino, no el término de un camino, ya que el objetivo del plan divino es que los hombres sean partícipes de la vida y de la felicidad eterna de la Trinidad ("Cognitio Trinitatis in unitate est finis et fructus totius vitae nostrae": santo Tomás, 1 Sent., d. 2, q. 1), y el Nuevo Testamento no separa nunca el Calvario de la mañana de pascua, ni la elevación de Cristo en la cruz de la exaltación a la gloria. Sobre el cristiano que participa en la resurrección del Hijo de Dios se posa la fuerza de Cristo, y la debilidad se troca en fortaleza (2 Cor 12,9), el fracaso en éxito, la muerte en vida (2 Tim 2,11). En él se inaugura la humanidad nueva del Apocalipsis, en donde ya "no habrá más muerte, ni luto, ni clamor, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido" (Ap 21,40. El fiel, resucitado en Cristo, adquiere el dominio pleno de su propia personalidad, ya que logra establecer con sus semejantes y hasta con el universo unas relaciones de comunión. El Espíritu, lo mismo que el día de pentecostés, transforma a los hombres resucitados en una "comunidad", signo y anticipación de la comunidad celestial, en la que cada uno se hace transparente a los otros y a Dios.
El crecimiento y el itinerario espiritual del cristiano no son una empresa solitaria, sino que tienen lugar en la Iglesia, la gran comunidad en camino hacia el santuario celestial, hacia la gran liturgia de la eternidad. Es en la Iglesia, ciudad nueva, guardián y matriz del universo nuevo, aunque operante dentro de nuestro mundo terreno y perecedero, donde Dios recrea y reforma al género humano. Y será en la Iglesia donde el cristiano dé testimonio ante el mundo del misterio de muerte y resurrección de Cristo, que ha inaugurado el "octavo día", sustituyendo la sucesión de los valores históricos por la comunión de los valores eternos, revelando al hombre que ha sido destinado a un mundo superior, a una patria en la que habita la justicia (2 Pe 3,13).

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