viernes, 20 de enero de 2017

ORIGEN DE LA IGLESIA PRIMITIVA

La Iglesia primitiva
Desde un punto de vista teológico, la Iglesia fue fundada el primer Viernes Santo, aunque en realidad no se fundó en un solo acto, sino paso a paso. El proceso fundacional empieza ya cuando Cristo llamó a los apóstoles, prosigue con la designación de pedro como piedra fundamental de la Iglesia, sigue con la instauración de los sacramentos, y llega a su consumación cuando los apóstoles, después de la Resurrección, empiezan a poner en marcha los mandatos del Maestro.
A partir de la época apostólica observamos como el mapa se va llenando con los nombres de nuevas comunidades de fieles, hasta que a finales del siglo III apenas queda en todo el Imperio Romano una sola ciudad importante en la que no se encuentren cristianos.
Como es lógico, en toda nueva corriente aparecen, además de los favorecedores, los inconformes y los detractores. Así ocurrió en el siglo I con los gnósticos que, en lugar de ser una secta separada del cristianismo, era una corriente espiritual dentro de la Iglesia, quienes tenían la penosa impresión de que el cristianismo era demasiado superficial y simplista, en lugar de considerarla como realmente era, ellos prefirieron elaborar su propia filosofía, adecuándola a lo que los gnósticos llaman un conocimiento más profundo. Los predicadores gnósticos fueron excomulgados por los primeros papas, y el movimiento perdió impulso definitivamente en el siglo III gracias a la demostración de que la doctrina cristiana era de carácter revelado.
Pero el primer cisma grave de la iglesia primitiva acaeció después de la muerte del Papa Ceferino en el año 217, siendo su promotor Hipólito, quien estaba considerado como el mejor teólogo de la iglesia cristiana de aquella época.
El Papa Calixto invitó a Hipólito a justificarse sobre un punto doctrinal y, al negarse a ello, fue excomulgado. Hipólito entonces organizó una comunidad rival y acusó al papado de relajación moral, el cisma siguió después del martirio del papa Calixto y continuó bajo el papado de sus sucesores, Urbano y Ponciano. Al fin Hipólito se reconcilió con el Papa Ponciano en el año 235 a raíz del destierro de ambos a Cerdeña, ordenado por el emperador romano Maximino el Tracio.
Los tres primeros siglos de la historia de la Iglesia reciben a menudo el nombre de época de las persecuciones y también el de época de los mártires. Así como hasta el siglo III las persecuciones eran individuales, al igual que las sentencias, en el siglo III son los emperadores quienes desencadenaron persecuciones en masa para aplacar así los sentimientos hostiles del pueblo.
Las principales persecuciones dentro del siglo III fueron ordenadas por los propios gobernantes, tales como Séptimo Severo (202) prohibiendo conversiones al cristianismo, Máximo el Tracio (235) contra los obispos, Decio (250) contra los sospechosos de ser cristianos, y Valeriano (258) contra los obispos y toda reunión cristiana.
El caso de Diocleciano fue muy curioso, puesto que después de permitir por más de cuarenta años la propagación del cristianismo, se dejó convencer en el 303 por el emperador romano Galerio para iniciar una gran persecución. Sin embargo en el 311, antes de su muerte, el propio Galerio ordenó suspender la persecución y devolver los bienes confiscados a la iglesia cristiana. De hecho, cuando Constantino subió al trono del Imperio Occidental después de la división del Imperio Romano en Oriente y occidente a finales del siglo III, la persecución ya había finalizado.
Lo que sí hizo Constantino fue imprimir un giro a la política imperial en el sentido de hacerla favorable a los cristianos, y de conceder a la Iglesia su privilegiada situación dentro del Imperio, lo cual excluyó para siempre toda posibilidad de que resucitaran las leyes de persecución. Esto realmente es lo que convierte a Constantino en el verdadero liberador de la Iglesia.
Poco después de emitir el edicto favorable a los cristianos, Galerio murió y su sucesor, Licinio, quien gobernaba el imperio oriental, lo menospreció y continuó la persecución en sus dominios. Al contrario hizo Constantino, quien veló para que en el Imperio Occidental los cristianos gozaran de libertad absoluta de culto.
De esta forma ocurrió que mientras en el Imperio Occidental florecía el cristianismo, en el Imperio Oriental proseguían las persecuciones contra los cristianos.
En el año 313, Constantino se reunió en Milán con el emperador Licinio. Por medio de lo que se conoce como el "Edicto de Milán" ambos se pusieron de acuerdo para extender la liberta religiosa a todo el Imperio. Sus conclusiones fueron publicadas en todo el Imperio y reñían el carácter de una declaración de libertad religiosa, tanto para los cristianos como para los paganos.
Pero Licinio traicionó su palabra y de nuevo persiguió a la Iglesia dentro de sus dominios orientales. Por ello Constantino le declaró la guerra y le venció en el año 323, uniendo así el Imperio bajo un solo emperador. Después de esta victoria Constantino se declaró cristiano y expresó su deseo de que todos sus súbditos se convirtieran al cristianismo.
En esta época la religión no era una opción demasiado personal; lo normal era que el súbdito siguiera la religión de su emperador, por lo cual hubo miles de bautizados, pero sin una conversión auténtica y profunda, sin convicción ni compromiso.
Esta nueva situación empezó a elevar la escala de posiciones dentro de la Iglesia, por lo que el Papa llegó a ser una especie de emperador espiritual, mientras que Constantino era el emperador terrenal.
En la misma época surgieron varias herejías, o sea, doctrinas erróneas, tales como el arrianismo, que negaba la divinidad de Jesús; el monofisismo, que negaba que en Jesús pudieran coexistir dos naturalezas, la humana y la divina; y el monotelismo, que negaba que en Jesús pudiera haber dos voluntades, la humana y la divina.
Estas herejías dieron al Emperador Constantino el motivo para involucrarse en los asuntos internos de la Iglesia, incluso en la propia doctrina, interesado ante todo por mantener la paz en la Iglesia.
Constantino murió el año 337 y le sucedió su hijo Constancio, más inclinado hacia el arrianismo que hacia el cristianismo. Constancio murió el 361 siendo sucedido por Juliano, quien promulgó una serie de disposiciones hostiles hacia los cristianos. Después de cortos períodos gobernados por sus sucesores, en el 379 el poder recayó finalmente en Teodosio, cristiano practicante y convencido, quien en el año 380 convocó el primer gran Concilio de Constantinopla, por medio del cual se erradicó definitivamente el arrianismo de los límites del Imperio, y se completó además el Credo de Nicea.
Pero también este Concilio provocó distanciamientos dentro de la Iglesia, algunos de ellos ya iniciados desde Nicea, como es el caso del monofisismo mencionado anteriormente.
A fines del siglo V la mitad de Oriente era hereje (monofisita) y la otra mitad, aunque con la fe católica, era cismática; separada de Roma.
También destacan de manera admirable los Santos Padres de la Iglesia, cuyas enseñanzas difícilmente podrán ser superadas. Su labor consistió principalmente en explicar el pensamiento cristiano con un lenguaje exacto y científico, que redujera la posibilidad de errores de interpretación. Podemos mencionar entre ellos a San Atanasio, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín. Los grandes Padres de la Iglesia crearon una nueva cultura, transformando orgánicamente la milenaria cultura clásica en cultura cristiana.
Pero mientras tanto, los concilios se sucedían. En el año 431 se convocó el Concilio de Éfeso, donde se confirmó que María es la Madre de Dios y no solo de Jesucristo. En 451 se convocó el Concilio de Calcedonia en donde se decidió que Cristo es verdadero Dios y verdadero Hombre. En 553 se celebró el segundo Concilio de Constantinopla, de donde surgió la discutible condenación de autores cristológicos.
A partir del nacimiento del Islamismo, fundado por Mahoma, y su posterior expansión por medio de sus conquistas a partir del 662, el cristianismo perdió terreno, agravado ello por la división que ya existía entre la Iglesia Católica de habla latina y la Bizantina de habla griega.
Cuando los francos expulsaron a los bárbaros, entregaron al Papa los territorios recuperados, con lo cual éste se convirtió también en emperador terrenal, además de serlo también espiritual. Ello trajo graves consecuencias para la vida de la Iglesia: surgió la aristocracia clerical. Esta situación se prolongó hasta que en navidad del 800 el Papa León III coronó como Emperador a Carlomagno y se sometió a él, mientras que el Emperador instituía como líder espiritual de sus dominios al Papa, fue un siglo lleno de escándalos, nepotismo, abusos de poder e incluso de asesinatos de papas.
El problema del cismo resurgió nuevamente con el patriarca Miguel Cerulario, quien mandó cerrar las iglesias latinas de Constantinopla y expulsó a los monjes que no quisieron acomodarse al rito griego. Roma excomulgó al mismo tiempo a Cerulario en el año 1054, y este cisma prosigue actualmente. Desde entonces existe la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Griega Ortodoxa.
Ello surgió principalmente de entre los monjes de la Abadía de Cluny, quienes apoyaban al Papa. Ellos lucharon contra la usurpación de las funciones eclesiásticas por parte de los laicos, el mal ejemplo de vida de los sacerdotes, y la compra de cargos religiosos.
En 1059 se promulgó una ley según la cual el Papa sería elegido solamente por los cardenales. El impulsor de estas reformas fue el monje Hildebrando, quien después fue elegido Papa con el nombre de Gregorio VII.
Del siglo XII al siglo XV
Si algo nos permite medir la distancia que nos separa espiritualmente de la Edad media son las Cruzadas. Aun cuando el fin era el de la reconquista de los lugares santos en manos de los árabes, es necesario aplicar una gran reserva, tanto en el elogio como en la censura de su proceder.
A pesar de que las Cruzadas se iniciaron en la segunda mitad del siglo XI, su mayor intensidad se cobró en pleno siglo XII cuando, después de recobrada Jerusalén, Constantinopla cayó en el año 1203. Pero también en ese mismo siglo el cristianismo volvió a perder sus territorios y plazas capturadas durante las Cruzadas, ya que 1261 trajo el fin del imperio latino al caer de nuevo Constantinopla.
Pero también dentro de este siglo se sucedieron los problemas, aciertos, cismas y concordatos dentro de la Iglesia Católica. Así como en el año de 1123 se puso fin a la lucha por las investiduras, el año siguiente, 1124, trajo un nuevo cisma al enfrentarse en Roma las familias Frangipani y Pierleoni. Cada una de ellas tenía un candidato al papado, y cada una lo eligió como Papa: Inocencio II y Anacleto II.
En Letrán se condenaron las herejías de los albigenses y valdenses, así como las confusas ideas del abad Joaquín de Fiore.
En 1274 se convocó nuevamente en Lyon otro concilio, en el transcurso del cual se ordenaron varios sacramentos y se regularon diversas actividades eclesiásticas.
En 1307, después de lograrse un consenso entre facciones de obispos leales o no al rey francés Felipe el Hermoso, subió al papado Bertrando de Got, quien adoptó el nombre de Clemente V, No obstante el verdadero afán del rey era el de apropiarse de los muchos bienes templarios y de no tener que regresarles fuertes sumas de dinero que Felipe el Hermoso adeudaba al Temple en concepto de préstamos, para lo cual precisaba que el papa disolviera la Orden.
La Santa Sede permaneció en Aviñón (francia) durante setenta años, hasta que en 1377 el Papado regresó a Roma, debido principalmente a los esfuerzos realizados por Santa Catalina de Siena.
Pero Gregorio XI sólo vivió catorce meses en Roma. A su muerte los cardenales se vieron forzados a elegir un papa italiano, resultando como tal Urbano VI. Pero ya una vez fuera de Italia, los cardenales expresaron que habían sido obligados a votar por un papa italiano, con lo que declararon anulada la votación y procedieron a elegir a Clemente VII, instalándolo nuevamente en Aviñón. Esta dualidad papal duró cuarenta años.
Desde 1431 hasta 1437 se celebró el último concilio del siglo XV, el cual se inició en Basilea y continuó después en Ferrara y en Florencia, tanto por motivos políticos como económicos.
En el siglo XVI se producen una serie de cambios en la estructura social y económica que agudizan los problemas religiosos. Se dan serios conflictos entre el clero y los laicos
Por ello el 31 de octubre de 1517 un teólogo agustino de la Universidad de Wittenberg, Martín Lutero, colocó en la puerta de la Iglesia noventa y cinco proposiciones con el fin de abrir un debate sobre puntos doctrinales, y plantear las reformas que él consideraba necesarias en la Iglesia. El deseo de Martín Lutero no era el de dividir a la Iglesia, sino reformarla. En 1519 se mostró abiertamente en contra de las enseñanzas de la Iglesia Católica, por lo que en 1521 fue excomulgado. Pero el Emperador Carlos V lo protegió ante la Santa Sede y convirtió el luteranismo en la religión del estado.
En Inglaterra, Enrique VIII, que al principio había combatido a Lutero, se separó también de Roma por intereses personales debido a sus múltiples matrimonios. Había nacido la Iglesia Anglicana, cuya cabeza era el propio rey de Inglaterra. En Estados Unidos se la conoce como Iglesia Episcopal. Su teología es una mezcla de luteranismo, calvinismo y catolicismo, aunque su liturgia y estructura eclesiástica es más católica que protestante.
. El 1 de noviembre de 1478 el Papa Sixto IV promulgó la bula Exigit sinceras devotionis affectus por la que quedaba constituida la Inquisición para la Corona de Castilla, y según la cual el nombramiento de los inquisidores era competencia exclusiva de los monarcas, aun cuando todos deberían pertenecer a la Orden dominica.
La Inquisición fu definitivamente abolida el 15 de julio de 1834 mediante un Real Decreto firmado por la regente María Cristina de Borbón, durante la minoría de edad de Isabel II, y con el visto bueno del Presidente del Consejo de Ministros, Francisco Martínez de la Rosa.
La Inquisición, cuyo título real era la Santa Inquisición, resultó ser una mancha negra en la historia española, con sus casi cuatro siglos de existencia.
El Concilio de Trento aportó claridad y limpieza a la vida religiosa, pero jamás infundió un nuevo espíritu a ese modo de vida.
Pero con el fin del siglo XVIII terminaba también la época barroca, que se había iniciado en el 1605. A partir de la revolución francesa de 1789 empezaron a desmoronarse muchas monarquías, incluido el reino terrenal del Papa. En esta época del liberalismo el Papa Pío VI fue encarcelado, se destruyeron conventos y catedrales, se confiscaron los bienes de la Iglesia y se persiguió y asesinó a sacerdotes y religiosos
En el terreno político, en el siglo XX se repitió el mismo juego: en cuanto subía al poder un gobierno radicalmente liberal se confiscaban los bienes de la Iglesia, se expulsaba a los religiosos y se limitaba la libertad de enseñanza. Si luego subía un gobierno más moderado, la Santa Sede, a cambio generalmente de algunas concesiones, concluye un concordato que luego viene a ser conculcado por el próximo gobierno liberal. Y así sucesivamente.
El siglo XX ha estado plagado de persecuciones y matanzas masivas.
El Papa Pío XI promulgó casi al mismo tiempo dos encíclicas, la primera condenando el nacionalsocialismo (1937) y al año siguiente otra dirigida contra el comunismo (1938). A esto se unió Pío XII en una alocución radiofónica en 1952 condenando el comunismo chino implantado por Mao-Tse-Tung, y alertando sobre las consecuencias que estas persecuciones religiosas llevarían consigo.
Juan XXIII convocó e inauguró en 1962 el Concilio Vaticano II, que fue clausurado en 1965 por su sucesor a la muerte de éste, el Papa Pablo VI. En este Concilio, el último de la historia hasta el día de hoy, se recuperaron las ideas del primer milenio y se reinauguró el capítulo de la vida conciliar de la Iglesia.
Fruto del Concilio Vaticano II fue la constitución sobre la liturgia, la constitución dogmática sobre la Iglesia y sobre la revelación divina, los documentos sobre libertad religiosa y las religiones no cristianas, el sacerdocio ministerial, la evangelización en el mundo, la catequesis, la penitencia y reconciliación y, por último, el tema de la familia cristiana en toda su amplitud.
Juan Pablo II se convirtió en el primer papa polaco en la historia, y en uno de los pocos que en los últimos siglos no habían nacido en Italia. Su pontificado de 26 años ha sido el tercero más largo en la historia de la Iglesia Católica, después del de San Pedro, que duró alrededor de 36 años, y el de Pío IX, con 31 años de duración.
La Iglesia del final del siglo XX y de principios del siglo XXI nos deja la imagen de la voluntad del Apóstol Pablo: predicar la fe cristiana en todo el mundo y mostrar el camino de la salvación al mayor número posible de personas. Esta Iglesia actual está ocupada en llevar a la práctica el mandato del Señor: "Id y enseñad a todas las gentes, y bautizadlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".

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